MUNDIARIO: Reseña de ‘Los hilos de la infamia’ (23/12/24)

Hilos, arañas, mitos y muerte en un poemario de Gerardo Rodríguez Salas

Poemario./ Valparaíso Ediciones
 Poemario./ Valparaíso Ediciones

«Sal rápido de mí, pues hoy engendro un torrente de lluvia, gualdos hilos que resuellan sin ti porque te anegan», escribe Gerardo Rodríguez Salas en su poemario Los hilos de la infamia.

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Escribir sobre la infamia no deja de ser una reinterpretación sobre lo histórico y lo ético.

No se puede escapar a esa herencia que cultivaron con devoción autores como Lorca, Miguel Hernández o Ernestina de Champourcín, cuyas composiciones rondaron esa fusión estética en la que vanguardia y barroco cundieron para lograr una especie de lenguaje que arraigaba en las insatisfacciones del vértigo y la celeridad a partir de lo contemporáneo. El poemario de Gerardo Rodríguez Salas se incluye en esta tesitura donde los logros de la posmodernidad se contemplan como una derrota; desde el sustrato mitológico de las Moiras, que tejen el destino de los seres humanos hasta acabar con sus vidas.

Los hilos de la infamia es ese periplo en el que el sujeto está sometido a la propia raigambre de un sino que se solo puede arrostrar desde el convencimiento de que todo hombre es un ser para la muerte, siguiendo el dogma de Heidegger. Los dioses han muerto. Ni siquiera son ya símbolos que el lenguaje poético puede rescatar. El mito confunde a lo humano, pese a concebirlo, pese a nutrirlo. Por eso, los tópicos literarios se invierten en los versos de Rodríguez Salas: «Yo te reto, / divina dama, elude mi telar/ de ribetes de hiedra y vosotras,/ lectoras, devanad esta bobina/ de la infamia, tejed todas conmigo» (pág. 21). Porque la  función del dios es la persuasión, mentirnos y mentirse, tal y como se asegura en el Primer Canto de la Odisea: tejer desdichas para que los hombres tengan algo que contar.

La rotundidad de las imágenes que se logra en Los hilos de la infamia, con un impulso propio del quehacer barroco, se funde con un crisol de visiones surrealistas, esas que inspiran que las acciones y pensamientos de cualquier ser humano se han de enfrentar a una realidad que desborda por su naturaleza opresiva a la vez que instigadora: » aquí no hay almas/ engullo la anaconda/ que me ató en otra vida/ crece en mi garganta/ y engendra en mí/ gigantes vástagos que hoy/ camparán a sus anchas en el fuego/ sin juicios ni condenas/ frente a frente» (pág. 61).

El sustantivo infamia proviene del latín y significaba deshonra. Sus componentes léxicos son el prefijo in- (negación) y el sustantivo fama (renombre). La versión de la realidad en la estética de este poemario publicado por Valparaíso Ediciones arraiga en esa voluntad de romper con esos horizontes de expectativas en los que se ha fraguado los ideales y las religiones. Lo que prevalece en la historia es lo infame, la justificación que César le da a un soldado para quemar la biblioteca de Alejandría en una obra de Bernard Shaw: «no duele ser tu monstruo/ con mirada de roca, las serpientes/ sisean en la gruta que excavaste/ en mi torso» (pág. 63)

La empatía es un lastre al igual que la caridad: «a veces llueve dentro/ a veces la fumata no es de ningún color/ y roba un cuervo las palabras/ prende el sol las alfombras/ trenzadas de siluetas invisibles/ de anónimos coperos/ que raptaron los dioses» (pág. 66) o «¿Quién dice que el infierno está vacío/ si todos los demonios en mí habitan/ bordando los festones que ornamentan/ ígneas patas azarosas, célebres/ un día?» (pág. 73). Los dioses proféticos son tan banales como los olímpicos, los tópicos literarios que inspiran los pensamientos filosóficos acaban diluyéndose. ¿Por qué? Porque la técnica ha arrasado con todo lo que se percibía como trasunto de un ordo naturalis, de un ecosistema en el que lo evangélico y lo ético habían echado raíces. La tecnología ha tornado en una clase de mutación vertiginosa donde la hiperestimulación y el consumismo han procreado sus propias criaturas que no solo se devoran a sí mismas como el catoblepas, sino que, además, se llevan consigo cualquier atisbo de esperanza incluso: «Europa, tus cercados no te protegerán/ de ti misma./ Los hijos que no pariste nunca/ se agolparán sin tregua en la fe de tu orilla,/ breves tallas de sal en el televisor./ ¿Dónde está mi bebé? (…) Es nunca una palabra de humo/ sin retorno y sin fin y Joseph cualquier nombre,/ aunque ella lo repite gritando sin compás/ en la balsa que vino en su busca.» (págs. 27-28).

Por esta razón, surge el barroquismo en los versos de este poemario; alusión a la infamia que producen los sentidos cuando lo que perciben es pura imaginería, la emponzoñada retahíla de escenas, que lejos de ser amables, son propias de las pesadillas apocalípticas que erige el autor a través del versículo: «Acaso mi tapiz no está preñado/ de sueños amarillos, pesadillas/ que acechan con los ojos de Argos, todos/ los ojos fecundados?» (pág. 21) o «Se tienden anónimas hermanas/ sin sueño –sin dueño–/ sobre los peldaños, abatidas/ de tanta lujuria/ que tú, diosa, escogiste por ellas./ Mas hoy estas gradas/ cederán bajo alfombras reales: Concordia et Integritas» (págs. 51-52)

La recurrencia al simbolismo de los hilos y las arañas, ejemplificaciones de la encerrona que significa no poder restaurar los mitos antiguos y todo cuanto su providencia significaba, convive con el hecho de que, ante la pérdida de todo referente, de todo politeísmo, solo queda la huella de una incapacidad, la de no poder salvarnos del tedio. O lo que es lo mismo: el imaginario de la pérdida a través de las palabras que Rodríguez Salas deja a modo de conclusión severa y cortante: «tejes tu historia/ con sucias briznas/ bordas el roble que te besa/ y morirá contigo, sigues/ cayendo/ y no amanece» (pág. 68)  @mundiario