El filo del alfabeto

Rodrigo García Marina: Los prodigiosos gatos monteses (Revista Nayagua, octubre 2023)

Una nueva raza insurrecta

Gerardo Rodríguez Salas

Los prodigiosos gatos monteses

Rodrigo García Marina

Málaga, Letraversal,

Colección Letra Bastarda, 2023

Este artefacto poético de Rodrigo García Marina está hecho de «material inflamable» y «heterodoxo» con el que revienta taxonomías, lindes y géneros literarios, en palabras del autor del prólogo, Alberto Conejero. El resultado es un devenir queer—el «itinerario del deseo» al que alude Conejero—donde el ser se transforma en un puede ser fluido y colectivo y el deseo desatado que Carmen Romero plantea como político—inmensamente político—provoca una guerrilla de acción cotidiana.

            El punto de partida es una singular crónica disidente de la pandemia del coronavirus que da paso a la crónica de un enamoramiento y, más allá, a la recuperación de una memoria alternativa para los nadie, que, en un Madrid apocalíptico, desean desde los márgenes y la porosidad, desde su derecho a desear y a ser objetos de deseo. En una reciente entrevista para Popper, García Marina denunciaba el ímpetu estético de la burguesía por esconder la fealdad y el queerness, a lo que reacciona con esta propuesta que la voz poética ubica «fuera del sistema». El lenguaje más sórdido—«lo reventaría a hostias»—se entrelaza con el lirismo más sutil—«la luna acuesta su regazo en el tejado»—en un volumen que rompe moldes con una poesía deliberadamente alejada del endecasílabo, fundida con el relato, la digresión, la autoficción o el texto teatral en esta estética del umbral. David Harradine hablaría de cuerpos abyectos y chorreantes, ese desbordamiento al que se refiere Conejero en la promiscua propuesta de García Marina.

            Desde esta insurrección abyecta hemos de entender el motivo central del libro: los prodigiosos gatos monteses. García Marina se suma a la animalización de escritoras como Angela Carter, para quienes Caperucita se aparea con el lobo feroz en un acto de comunión que la lleva a abrazar su lado salvaje desde la más absoluta corporalidad. Los gatos monteses regresan tras siglos entre las sombras con un «amplio» deseo, «ansiándolo todo» y vagan libremente por la ciudad frente al confinamiento de los humanos. Estos gatos representan una nueva raza que, con irónicos ecos darwinianos, logrará sobrevivir con sus «interminables uñas» a los intentos de envenenamiento de las vecinas. Con rasgos abyectos—meadas sulfúricas o coprofagia—bendicen la desgracia, festejan cualquier cosa y traen consigo un nuevo comienzo: «todo huele a nuevo» con «la limpieza de nuestra saliva».

            Frente a la esperanza y la pureza de la paloma bíblica, aquí las palomas son sucias con sus «mierdas abrasivas». Aquí el Señor se anuncia con el cuerpo de un gato parlante y no existe un gato sucio, «esto es una verdad como un templo». Además, se celebra la bastardía de los gatos monteses, nacidos de la violación de la abuela por un licántropo, una mujer animalizada que abraza su lado salvaje hasta el punto de sugerirse un deseo carnal por su gata en un acto de comunión ritual. La voz poética entronca con este abyecto pasado familiar, con su naturaleza monstruosa.

            Estos gatos monteses, que dejan una indeleble cicatriz intergeneracional con forma de zarpa, abrazan un nuevo lenguaje sin mitos ni alfabetos, un lenguaje sensorial con «palabras que nunca hemos probado». Desde su desorden público, los gatos monteses dan la bienvenida a los gatos domésticos, que dejan de ser mascotas y, como el yo poético y su amante, salen a la calle para hacerla suya y unirse a este peculiar ejército insurrecto. La corporalidad y la animalización son esenciales para entender esta propuesta de hermandad—los amantes protagonistas dan la bienvenida en su lecho al gato del piso y a su amiga enferma de cáncer.

En este encuentro amoroso, desde la más absoluta generosidad, entendemos la importancia de la enfermedad y la muerte en esta fiesta de versos que nos propone su autor. «Todos estamos muertos», nos dice. El encuentro directo y sin filtros con la muerte define las comunidades inoperativas de Jean-Luc Nancy, aquellas asociaciones liminales en las que se ubican los que no tienen nada en común (Linghis). Se propone una fiesta coronavirus free, «la fiesta de la democracia», donde, siguiendo a Perlongher, se forjan alianzas aberrantes, el contagio con lo diferente. Gracias al efecto óptico de la literatura, veinte metros cuadrados se convierten en doscientos—las veinte personas invitadas parecen doscientas. Y el funeral tiene cabida en la fiesta—es un funeral divertido. La voz poética vaticina que «la medicina/no nos sana», pero tampoco, quizás, la poesía. Será el amor, concluye, pues al menos la generosidad vence. El agradecimiento. El abrazo a la muerte en una cama felina.

            García Marina nos invita a jugar a ser, nos adentra en sus mapas ficticios basados en hechos reales. El yo poético—con tintes autoficcionales que son parte del juego—no pretende vendernos verdades en una época en la que se han banalizado por completo. Sin embargo, sí nos ofrece algo a lo que aferrarnos, su vulnerabilidad más absoluta, «aunque dé vergüenza admitirlo en un poema». Tal vez no podamos confiar en este ser inflamable, pero sí querremos detonar estos versos y sumarnos a sus prodigiosos gatos monteses.

            En un trabajo sobre la sesión de Ángelo Néstore para mi asignatura del Máster Erasmus Mundus Gemma en Estudios de las Mujeres y de Género, mi alumna Olga Fenoll hablaba de alaridos deseantes. Aunque en el libro de García Marina la voz poética describe la universidad como «un cadáver que nadie decidió enterrar a tiempo» y un lugar que «huele a mierda», yo sigo creyendo en el poder transformador del aula y los espacios académicos. Olga hablaba del significado mutante del alarido, que abre la posibilidad de subversión a partir de la resignificación de la alegría, el miedo, la pena, la lástima o el placer. Así, en el libro de García Marina, «de la muerte surgirán los maullidos» y veremos «bandadas de gatos surcar los cielos y el cielo abierto como una herida sangrante».

            Maullar y volar, descubriremos, no son verbos excluyentes.

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