
Con motivo de la celebración del Día de Todos los Santos, os dejo mi relato ‘Todas las almas’, extraído de Hijas de un sueño (Granada: Esdrújula, 2017), pp. 77-80.
TODAS LAS ALMAS
estás sola
estoy solo
pero a veces
puede la soledad
ser
una llama.
Mario Benedetti
Un rayo de sol cruzó la fina cortina del dormitorio. Abrió los ojos lentamente y saboreó el calor que desprendía su piel. La noche le había regalado sueños inesperados y estaba deseando recoger a su madre y a su tía. ¡Qué curioso! Hasta entonces no había sentido la llamada. Sí, claro que los recordaba y a veces hasta hablaba con ellos, pero no había ido nunca a sus pequeños santuarios quizás porque no estaban allí, porque rezumaban tristeza, porque olían a olvido. ¡Qué olor tan terrible! Aquel día quería tocar el mármol y sentir el fuego del recuerdo al otro lado.
Al subir del todo la persiana, su sonrisa dio paso al asombro. Era un día de otoño soleado, pero el viento soplaba como nunca. Las hojas caídas bailaban sin compás en remolinos anaranjados. La vecina corría detrás de los trapos levantando los brazos para atrapar una falda que hacía piruetas al ritmo de su enfado. Un periódico ajado volaba sin rumbo y acabó clavado en los pinchos de una verja. ¡Qué raro! Un acróbata pirado caminaba sobre una cinta entre los troncos de dos árboles, pero perdió el equilibrio y se estampó contra el suelo. La joven se frotó los ojos y soltó una carcajada que se apagó con el viento.
¡Eran ellos! Sus almas estaban rugiendo.
―¡Ay, niña, qué viento más feo! ―le dijo su madre cuando entró de un salto en el coche.
―¡Qué pena más grande! ―continuó la tita― Ayer dejé las tumbas escamondás y mira tú qué gracia. Seguro que están las flores espendingás por tos laos. ¡No quiero ni verlo!
Las ancianas contemplaron con asombro el destrozo del vendaval mientras el coche subía la cuesta empinada del cementerio. Cuando se apearon, una ráfaga arrancó el pañuelo de Reme y Matilde se agarró a la puerta para no caerse. El viento amainó unos segundos, que aprovecharon para entrar al camposanto gritando unas palabras que la joven no pudo descifrar. Sola junto al coche, levantó la vista y se quedó pasmada mirando al cielo. Un delicado añil salpicaba la gasa de nubes bordadas con gaviotas y, aunque sus ojos no advertían el movimiento, su cuerpo lo notaba en los azotes del viento y las almas rugían como pájaros alzando el vuelo. Por un instante, se sintió gaviota y sus pies se despegaron del suelo.
Cuando entró en el cementerio, le sorprendió ver a la gente a pesar del vendaval. Daba pena ver tanto destrozo: jarrones hechos añicos, esponjas rodando por los pasillos, macetas reventadas por los suelos y sobre las tumbas. Ensordecida por el viento, absorbió los colores: crisantemos, gladiolos, calas, rosas, margaritas, lirios, camelias, claveles… Daba igual que las flores estuvieran primorosamente colocadas o esparcidas por todos lados. Abrió los ojos de par en par y aspiró una magia desordenada.
A lo lejos divisó a las dos gracias junto a una tumba y se acercó luchando contra el viento.
―¡Ay, qué lástima, María! ―le gritó su tía mientras recogía del suelo una maceta de crisantemos amarillos― Está to destrozaíco. ¡Vaya Día de los Santos! Con lo que le gustaban las flores a mama…
―Niña, yo creo que lo mejor es ponérselas en casa porque aquí se van a volar vivas y…
Pero, antes de acabar la frase, tuvo que agarrarse del brazo de su hermana para no volar por los aires. Mientras ellas se quejaban del destrozo, María acarició la lápida de su hermano y sintió un escalofrío.
―Lo que no se recuerda es como si no existiera ―dijo Matilde adoptando un aire solemne.
María aspiró las palabras inesperadas de su madre y, arrancando un crisantemo de la maceta, lo puso sobre el nicho de su hermano justo antes de que una ráfaga se lo llevara de un plumazo. Con todas sus fuerzas corrió tras la flor, que se posó sobre una tumba diminuta. Arrodillada y sin aliento, levantó el crisantemo y leyó un nombre en letras doradas. ¡No podía ser! Siempre había creído que Elisa era una leyenda.
Érase una vez nació una niña con el pelo de oro, ojos de zafiro y sonrisa de porcelana. Los candileños creían que era un hada y hacían cola para verla en su cunita. Una noche de otoño, la madre arropó a su hija y le cantó su nana favorita.
A la nana nanita,
nanita ea.
Mi niña tiene sueño,
bendita sea.
Esta niña chiquita
no tiene cuna,
su padre es carpintero
y le hace una.
Y le hace una
de caramelo,
pa que, cuando despierte,
se chupe el deo.
Elisa cayó dormida. Su madre la besó en la frente y apagó la luz. Esa noche forzaron la puerta de la cocina y se llevaron la tele, una escopeta y a la pequeña, que no despertó de aquella noche de caramelo. La madre perdió la cabeza y el padre se encerró en la carpintería tallando cunas. Con los años, la esperanza se apagó como un cirio al despuntar el día y la familia enterró un ataúd vacío.
María se agarró a la lápida y cerró los ojos. Ella y su hermano conducían volantes de cartón en la parte trasera del coche. Lo miró de soslayo y sonrió al ver que llevaban la misma gorra. Impulsados por el viento, los recuerdos asomaban por la ventana y se perdían por el retrovisor.
María soltó el crisantemo sobre la lápida de Elisa y oyó una risita que se llevó el viento. La flor ascendió y desapareció bajo la sombra de las gaviotas.
Sí, las nubes no venían hacia ella; volaban liberadas hacia el infinito rugiendo con el viento.
El viento.