El filo del alfabeto

Alberto Conejero: En esta casa

Alberto Conejero, En esta casa, Málaga, Letraversal, 2019, 69 págs.

Autor de la reseña: Gerardo Rodríguez Salas

Fuente: Cartaphilus: Revista de investigación y crítica estética 18 (2020): 452-457 (ISSN: 1887-5238)

En su segundo poemario, Alberto Conejero —dramaturgo y poeta, Premio Nacional de Literatura Dramática 2019— traza una peculiar genealogía, un árbol de versos y raíces profundas e invisibles que se tornan en los sólidos cimientos de una casa híbrida y abierta. Esta casa se construye no con ladrillos y bovedillas, sino con material orgánico que el poeta, como un demiurgo contemporáneo, utiliza para darle forma. El autor parece disociar el tejido biológico de la naturaleza del artificioso contrato social —la distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft (comunidad) y Gessellschaft (sociedad). La primera sección, «Libro de familia», alude a un documento legal que certifica los miembros que pertenecen oficialmente a un mismo núcleo familiar. Esta sección imagina una genealogía que transciende los lazos de sangre al tiempo que se apropia de un documento legal para nombrar y otorgar vigencia a un formato alternativo de familia, más fluido e inclusivo. Desde las primeras páginas se cuestiona el concepto de nación, sobre todo al hablar de una historia de lucha entre compatriotas, tal y como ocurrió durante la Guerra Civil a la que alude el primer poema, donde se aclara el origen de esta genealogía: la herida abierta de un pasado que no ha cicatrizado y puede que no cicatrice nunca, «un tumulto de bocas/que suplican aún, que exigen aún piedad» (19).

En su Comunidad inoperativa (1991), Jean-Luc Nancy hacía un listado de esencialismos comunitarios, entre los que mencionaba la nación, la sangre, la tierra, el cuerpo místico o el hogar. El poemario de Conejero, que sugiere un patriotismo fuertemente ligado a la tierra y a la sangre, retoma el debate sobre la naturaleza humana protagonizado por Hobbes y Rousseau para aferrarse a la posibilidad de una casa en la que reine la bondad, aunque sin olvidar que tal vez, y como dijo Hobbes, el hombre nunca dejará de ser un lobo para el hombre. El primer poema nos deja este mensaje: aunque nuestros antepasados sobrevivieron a terribles infortunios —la escarlatina, el hambre, las montañas— «nada puede ahora frente a los hombres/que curvan pólvora de madrugada» (19).

A pesar de esta primera nota tan oscura, el poemario comienza preguntándose «qué significa España,/su festín de olvidos» (20) y abre la puerta a la posibilidad de reinventar el sentido patriótico de una nación que, en su versión más exacerbada, condujo al exterminio entre miembros de una misma casa. La clave está en la bondad, en volver a esa tierra que fue manipulada desde la ideología, mirarla con otros ojos más allá del fanatismo territorial, entender la sangre como un lazo de unión que transciende la familia y los contratos sociales: «La tierra os fue mezclando, confundiendo, abrazando/unas sangres con otras» (20). En estas líneas hay lugar para la misericordia y el perdón, para el consuelo «[b]ajo la luz, bajo su gracia» (21). El amor, no a la patria sino al otro —sea o no hermano de sangre—, es la clave para encontrarnos y respetar nuestra idiosincrasia —como los 45 cerebros hallados en una fosa a los que alude el primer poema, fundidos en «un corazón» (21). Sí, puede haber otro libro de familia que nos defina.

El segundo poema rastrea una genealogía que permite descubrir las raíces de las que emergerá esta particular casa. La importancia del acto de habla queda clara en el título, «Di quiénes fueron», y en la repetición obsesiva —casi ritual— del verbo «Di» como verso independiente que apostilla la acción poderosa de nombrar para visibilizar. Sin embargo, tenemos la sensación de que el lenguaje no siempre nombra; a veces no es suficiente y tal vez por eso los poemas están plagados de preguntas retóricas. Como nos dice en el prólogo Aurora Luque: «El poeta se descuelga de raíz en raíz y baja a preguntar a los padres de los padres de los padres y retorna con más preguntas dolorosas, pero iluminadas» (12). La atención recae en los rostros anónimos que no lograron pasar a los registros de la historia, ni siquiera de la historia familiar —«pues no tienes de ellos/fotografía carta/materia/que pueda convocarlos» (23). Hay que trazar, pues, una genealogía alternativa, fuera de los registros, tal vez una genealogía irrecuperable de personas anónimas y cotidianas que existieron y que estos versos cargados de interrogantes recuperarán a través de sus silencios, de sus preguntas sin respuestas, unos versos que invocarán lo que no tuvo nombre.

A modo de fábula, «Taxidermia» nos advierte del peligro que reside tanto en el intento de mistificar la memoria como de levantar el monumento eterno al que aspiraba Horacio. Nos da la clave el verso «Solo asesinando algo se hace eterno» (25). El resultado es una galería de animales disecados con «dos fragmentos de vidrio» en lugar de «los ojos que vieron la luz, que vieron la noche», incrustados «con el pulso firme del hombre que no ama» (25). Se sugiere que la voz poética, anticipando su paso salvaje por el bosque de la segunda parte, será el siguiente en sufrir este destino. El afán por nombrar y preservar nos hace perder el brillo del momento, la vida que fluye y no se puede capturar en pequeños instantes imperecederos pues, de hacerlo, perderá su lustre para siempre.  

Los dos siguientes poemas se centran en los ancestros más próximos: los padres. «Madre» rompe el estereotipo de la mujer aquiescente de manos «cada vez más pequeñas/como asustados pájaros» (26), sin valor en un sistema patriarcal donde depende de «la voluntad de otros» (27). Dialogando con la imagen de las mujeres como ángeles del hogar —generalizada por Coventry Patmore—, esta madre —alegórica y real al mismo tiempo— se nos presenta como un camaleón cuya identidad caleidoscópica fue forjada en su paso por todas las «casas que dejaste» (27), casas en plural. Las preguntas retóricas pretenden concienciar a las madres invisibilizadas por la historia de su potencial creativo y ontológico: «De todo lo que fuiste», ¿qué recuerdan tus manos-pájaros que vuelan y regresan para posarse «en la rama del tiempo» (27)? El poeta agarra agradecido la mano de la madre y sigue la estela de su refugio para ofrecernos «esta casa propia» que se construye sobre los sólidos cimientos de la memoria, de todas los hogares del pasado, las casas del exilio que van conformando este paradójico hogar nómada hacia el que caminamos.  

En «Salmos del padre» las alabanzas van dirigidas a la figura paterna y desmistificada. Frente a las resonancias bíblicas, el padre aparece como un ser humano condenado a la finitud junto a su hijo: «Dos puntos/tú y yo» (28). Y nos ofrece una historia personal de pequeñas escenas cotidianas que forjan este lazo generacional sin boatos, sin pretensiones eternas, entretejiendo lo que fue y lo que no fue. Tras una imagen idílica de la paternidad se esconde el siguiente mensaje: «“Yo no quise ser tu padre, hijo mío”./Si me dijeras eso, si algún día me dijeras eso,/entonces yo por fin sería/tu hijo» (29). De hecho, resplandece con más fuerza lo que no fue que lo que fue, porque en esta casa de versos hay sitio para el lenguaje y para el silencio.

La crítica a la patria se completa en el poema «Geografía e Historia», donde nuestro país se reduce a «una silueta de plástico azul», «material escolar y no barato/en aquel barrio de extrarradio», «un manual plastificado/—«si no lo forras se estropea» (30-1). Estas imágenes inocentes (o no tanto) contrastan fuertemente con el lado oscuro del nacionalismo —«cuatro idiomas que arrojarnos a la cara», «la luz más alta/que alguien asesina porque brilla/y quién le manda,/y vuelta a empezar» (31). En este contexto escolar, la crítica es desoladora pues «nunca entró en el examen/lo que el país nos tenía preparado» (31). Tras la imagen aparentemente inofensiva de un concepto que se plasma en material escolar, se esconde una historia oscura de la nación que nos perseguirá siempre, como los lobos que aúllan sin tregua.

Esta primera parte cierra con un poema que nos trae de vuelta el mensaje de «Taxidermia». «Cacería» nos deja un sabor amargo. Con los ojos de Hobbes clavados en las pupilas, se confirma la sombra del lobo que acechaba al comienzo, pues el poeta se queda solo: «Se habían marchado mis hermanas/cuando vinieron los lobos con piel/de hombre los lobos a buscarme» (33). La soledad cobra protagonismo y «da igual/la ciudad» (33). Nuestra protección social y tecnológica es sólo un placebo tras el cual vuelven a visitarnos nuestros miedos telúricos en forma de cruda realidad, pues los lobos del cuento son reales, somos nosotros mismos, y de nada sirve que seamos inocentes. Las preguntas inundan esta primera parte, que cierra con una imagen des-idealizada de la cacería petrarquista: la «cierva escrita» de la cita inicial de Szymborska atraviesa el bosque para caer en las garras de una jauría de lobos hambrientos que vienen a buscarla —a buscarnos— como el pasado oscuro de nuestro país.

La segunda parte, titulada «Vecindad de los bosques», arranca con una cita en alemán de Johann Baptist Mayrhofer, que traducida nos dice: «Id a las montañas, a los verdes lugares. Debo estar de nuevo solo. Adiós. Así debe ser». Antes de abrazar al amado en la casa forjada de la tercera parte, la voz poética debe adentrarse en la soledad del bosque, esa sombra abyecta que, sin embargo, se nos anticipa cercana, vecina, tal vez necesaria para no olvidar nuestro origen salvaje. De hecho, el primer poema nos acerca «Hasta el umbral del bosque», donde el poeta urbano es un «extranjero» que accede como «súbito huésped de los ciervos» (41). La distinción de Derrida en Of Hospitality entre huésped y parásito resuena en estas líneas. Para él el parásito es un huésped ilegítimo, clandestino, sujeto a expulsión o arresto. No es el caso de esta voz. El invitado aquí se va abriendo camino en solitario, «avanza y va olvidando/palabras con que nombró el mundo,/ropas que la carne no desea» (42). La otredad del bosque da paso a la identidad indómita del poeta, a ese buen salvaje de ecos rousseaunianos que se resarce de la caza voraz de los lobos para caminar como un hombre «eternamente/igual al bosque» (42). Abraza, pues, su identidad de huésped de los ciervos que, re-escritos en este bosque, escapan de la dinámica petrarquista y, al menos transitoriamente, de la sombra hobbesiana.

De hecho, justo después el poeta abraza este lado animal: «Nadie lo ve./Es un animal/herido en lo oscuro» (43). Frente a la taxidermia de la primera parte, aquí la muerte del animal sugiere un ritual metafórico de iniciación y regeneración que permitirá simbólicamente el nacimiento de una identidad-otra. Y este proceso no debe olvidar la importancia del cuerpo que, aunque condenado a la finitud, alberga temporalmente la existencia y se convierte en un crisol de identidades. En «Aquí tu cuerpo», que arranca con una cita de Samuel Beckett, la «carne guarda la memoria» del niño, del joven, del hombre, del muerto (45). El cuerpo envuelve y protege el ser, lo mismo que la casa se convierte en una proyección de sus propietarios, en un refugio de miedos y de sueños.

Con «Nuevos juramentos» nos acercamos al fin del tránsito por el bosque. La desconstrucción del lenguaje sirve en este punto para aprender a ver la realidad sin etiquetas limitadoras ni control ideológico: «mirar/por vez primera/lo que nombras/sin nombrarlo,/desligar el cielo/de sus letras» (46). Abandonar momentáneamente el lenguaje conlleva una desprotección, una desnudez que nos acerca a la naturaleza y nos hace «sentir[nos]/extranjero[s] de [nosotros] mismo[s]/para empezar de nuevo» (46). El proceso de regeneración del poeta y, por ende, de la humanidad, nos lleva al cierre de esta parte y anticipa el tema de la última: el Amor, aunque proyectado en una figura amada para entablar un diálogo con la tradición literaria. El último poema de la sección, «Podría hablar de este bosque», retoma la importancia del lenguaje, pero con un regusto condicional: «Podría proclamar que he comprendido/que amar es nacer de nuevo más certero/y alzar una fe antigua/en el mañana» (50-1). La clave reside en caminar hacia el mañana con los pasos firmes del ayer. Ese yo, nuevo pero al mismo tiempo primitivo, se materializará en la casa del amor del último apartado.

El tramo final se titula «En esta casa», como el poemario. Son ineludibles las resonancias de la Poética del espacio de Gaston Bachelard y Conejero nos convierte en «soñadores de casas». El deíctico del sintagma nominal resalta la transitoriedad del hogar: esta casa, aquí y ahora, pero podría cambiar en cualquier momento. Hay tantas mutaciones como lectoras y lectores e incluso, como propugnaba Bachelard, esta poética del espacio alberga todas las moradas que hemos conocido, las que hemos deseado y las que viven en nuestro inconsciente personal y colectivo. Además, esta casa, nos dice Bachelard, nos permitirá evocar sueños ligados a lo inmemorial y al recuerdo, justo lo que hace Conejero en sus versos.

El poema «He guardado tu nombre» deja atrás la soledad del bosque para traernos un nosotros, un hogar íntimamente ligado a «nuestra alianza/con los árboles y el trigo» (55), un espacio orgánico que fluye tras el paso por el bosque y las raíces de la primera parte, firmemente agarradas a la tierra. El poema «Grupo sanguíneo» confirma nuestra intuición inicial de que esta casa es el hogar de la otredad, que transciende los lazos de sangre y de familia en el sentido tradicional del término: «desconozco la cifra de tu sangre» (56). Y la sangre del amado se funde con la sangre de la naturaleza, como ocurriera con los muertos del comienzo, abrazados por la tierra y unidos en un mismo corazón: «Diré si me preguntan tiene mi amado/el grupo sanguíneo de los ríos/de las abejas/hermano» (56).

En este espacio onto-epistemológico y emocional libre de esencialismos, sólo falta la llegada del amado, entendido éste en su sentido más amplio. El poema manuscrito, «Precipítate así», nos adelanta que esta figura «llega/como un pájaro secreto» (57) y, entonces,  «Apareces», título del siguiente poema, y «no existe otro milagro» (58), pero regresan también las preguntas: «¿Con qué palabras justas decir aún hoy “amor”?» (59). Vuelve a fallar el lenguaje y entonces lo mejor es «Dar las gracias, callar» (59). Ésta es una casa de versos, pero el silencio también es necesario para que fragüen las palabras.

Los dos últimos poemas clausuran el nuevo hogar. «En esta casa» cierra con la dualidad «hablar o callar/dos formas del asombro» (64) y nos confirma la versatilidad del deíctico, de esta casa «que cambia de manos», «que cambia de sangre» (62). El poeta enciende un quinqué —«porque he amado»— y comparte con nosotros la luz del hogar, como hiciera la niña Kezia en la casa de muñecas de Katherine Mansfield, una lamparita que sólo veían ella y sus amigas marginadas, una luz que nos enciende la «Casa abierta», el último poema que clausura paradójicamente este viaje de orfandad emocional. Como Ulises, el poeta retorna a Ítaca: «En esta casa abierta/te detendrás al fin» (65). Pero, ¿es acaso éste el final del viaje? El poeta se detiene en una casa abierta, como la odisea que nunca acaba. El poeta —nosotras, nosotros— se detiene al fin en esta casa, por el momento, pues las palabras de Warsan Shire con las que abría Luque su prólogo resuenan obsesivamente en nuestra mente: «Nadie deja su hogar hasta que su hogar se convierte/en una voz sudorosa en tu oído diciendo:/“Vete, corre lejos de mí ahora”» (12).

Viviremos en esta casa mientras las palabras «crezcan/con el sigilo firme de los tilos,/y callen si es que ofrecen solamente palabras» (66), mientras los versos no se tornen hueros, mientras el hogar albergue todos nuestros yos-otros y nos conceda «la luz el vino el sueño» (66). Viviremos aquí mientras el ciervo trote libremente por el bosque sin lobos al acecho, o tal vez precisamente por eso, para bailar al son de los aullidos que ya no nos asustan.

Gerardo Rodríguez Salas

Universidad de Granada

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