Teresa Gómez. La espalda de la violinista. Fundación José Manuel Lara, 2018. ISBN: 978-8415673859. 96 pp.
Autor de la reseña: Gerardo Rodríguez Salas
Fuente: Oculta Lit (11 de enero de 2019).
En La espalda de la violinista, poemario editado por la Fundación José Manuel Lara, Teresa Gómez nos invita a emprender un viaje emocional que, como dice en su prólogo Ángeles Mora, estará atravesado por las heridas de la vida, el amor y la muerte. Las imágenes recurrentes del barco y el mar sugieren el viaje, unas veces plácido, otras accidentado, por las geografías misteriosas de las que hablaba Luis Mateo. Teresa Gómez tiene la habilidad de zambullirnos en un océano de sentimientos universales que adquieren tintes propios, miradas distintas, sonidos peculiares y, de este modo, surcamos las sutiles olas que recorren «la espalda de la violinista» mientras las notas desgarradas del violín nos regalan una «fuga» de sentimientos.
El título no es fortuito: Teresa Gómez explica que surgió mientras contemplaba la espalda de Viktoria Mullova desde la sala B del Auditorio Manuel de Falla en Granada. Con un efecto similar al del extrañamiento de Bertold Brecht, y como si estuviera viendo una obra de teatro entre bastidores, reparó en la técnica que nos permite disfrutar de una belleza aparentemente simple. Su poemario nos abre la puerta a temas y sentimientos universales ―sobre todo el amor―, pero desde otra perspectiva, la geografía misteriosa que construye su autora a través de la poesía, desde donde cuestiona las palabras y las imágenes y nos muestra los entresijos del amor y de la vida. Este libro demuestra que, como indica Mora en su prólogo recordando una premisa de «La otra sentimentalidad»: «los sentimientos son históricos y por lo tanto se pueden cambiar, se puede ser y vivir de otra manera». Ese cambio es justo el que encontramos a través de las camaleónicas voces de este poemario.
Como apunta el título, música y poesía confluyen en este viaje, que se estructura a modo de sinfonía con distintos movimientos. «Preludio», la primera sección, arranca con el largo poema «Licor y chocolate». La cita de Pavese se convierte en un alegato al carpe diem. Es cierto que el poema se construye sobre la base de una oración condicional de tercer tipo ―«De haber sabido que vendrías»― que indica la imposibilidad de cambiar los acontecimientos. Pero si algo demuestra este poemario es que si no se pueden modificar los hechos, sí que se puede aprender de ellos. Existe una posibilidad de reconstrucción emocional, de supervivencia y empoderamiento y, así, el libro comienza sugiriendo un baile con la muerte, una sutil reconciliación con sus efectos destructivos. Filósofos como Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy hablan de la muerte como aquella realidad que escapa a nuestra comprensión puesto que es imposible imaginar nuestra propia muerte y, cuando lo intentamos, sólo podemos imaginarnos como espectadores. En este poema sentimos en los labios el sabor a finitud.
Desde el principio, aparece el motivo del viaje con tintes mitológicos, pues, como Odiseo, embarcamos en una «nave» que va de Ítaca a Manhattan. Resulta curioso que se abandone el refugio del hogar, representado por Ítaca, para buscar la libertad de la estatua de Manhattan, si bien es cierto que no todas las representaciones de este icono han sido liberadoras ―se me ocurre, por ejemplo, la imagen de la estatua entre andamios en el relato «A Wife’s Story» de Bharati Mukherjee. El anhelado viaje con que arranca este libro conforma lo que Blanchot denomina «comunidad de amantes», un espacio privado y «antisocial» que reacciona con rebeldía ante las normas preestablecidas por la gran comunidad. Aquí surge otro de los temas centrales del libro: el amor romántico y sus efectos. El poema V de «La noche» deja claro que este amor desgarrado es «demasiado frecuente, quizás, para estos tiempos», por lo que este libro se suma a la tradición literaria que explora el amor romántico y nos ofrece un viaje de autoconocimiento que, ya desde el principio, anticipa turbulencias.
El telón de fondo es el mar, ese mar de emociones que recuerda al Troppo Mare de Javier Egea, que empapa todo el volumen. En el poema VI de «Palabras en la piel» la habitación «desemboca en el mar» y los gatos del río «buscan los peces desde el alba» ―los peces son una imagen recurrente que simboliza los sueños, la emoción descontrolada. La nave que parte de Ítaca a Manhattan cierra el poema inicial del libro convirtiéndose en múltiples barcos que, como peces y sueños, fluyen libremente y «sin rumbo», como esa voz que pierde el norte precisamente por amor y se ve arrastrada a un remolino de turbulentas emociones.
La sinfonía poética continúa con «Allegro con Spirito», la sección central y más larga, que se compone de cuatro movimientos. En el primero, «Palabras en la piel», los amantes adquieren todo el protagonismo, si bien se pone de manifiesto la falta de comunicación entre ellos. En su definición de la comunidad de amantes, Blanchot habla de la fusión de los cuerpos como el momento álgido de conexión en el que no es necesaria la comunicación a través del lenguaje. En el primer poema la repetición de «palabras» como una anáfora que lo recorre indica el anhelo de comprensión, unas palabras que se revisten de corporeidad, precisamente para unir cuerpo y alma. Sin embargo, la imagen final sugiere el eterno problema de estos amantes: el puente de la vida que deben cruzar juntos resulta «inexpugnable». ¿Tal vez porque la vida no se puede conquistar? ¿O tal vez porque el puente amoroso que los une es inexpugnable?
El segundo poema ahonda en la corporeidad del lenguaje: «Me pusiste palabras en la boca,/ palabras en las manos,/ palabras en la piel/ que me fueron vistiendo como a una emperatriz./ Pero no me dejabas acariciar tus dedos». ¿Acaso no es el lenguaje una construcción artificial que puede llegar a alejarnos más que a acercarnos? De repente, desaparece el contacto físico de los amantes y sólo queda el olor de esos cuerpos a través de las palabras. El barco del amor de la sección anterior parece haber naufragado: «tu cuerpo cruzado por los peces,/ naufragado en el borde profundo de mis sueños». En este contexto, resulta significativo el simbolismo del nombre como baluarte de la identidad. El cuarto poema abre el interrogante: «Pregunta en el puerto/ dónde está mi nombre, dónde mi destino» y el poema V aclara: «Sólo conozco tu nombre/ y el sonido remoto, sereno de tu voz». El adverbio denota que no lo conoce en absoluto y que sus nombres no son más que artificios lingüísticos que ocultan la verdadera identidad, remota como esa voz. Ni siquiera el contacto físico llega a producirse: «A veces con las olas casi rozas mi cuerpo/ y no me reconoces». Sin duda los amantes parecen auténticos extraños y en este poema se revela el miedo y la vulnerabilidad de esta mujer cuando se percibe desnuda junto a él. Ya en el poema anterior se veía atrapada en las redes del amado, prisionera de un amor desbocado que no sabe controlar, un amor peligroso, tal y como se sugiere en la imagen explosiva del poema VII ―«¡como si no tuviésemos de pólvora/ las grietas de los labios!». Los dos últimos poemas de esta sección insisten en la ausencia, sobre todo el último con el tema recurrente del ubi sunt. Aquí se puede decir que comienza la metamorfosis hacia un empoderamiento en el amor.
El segundo movimiento, «Tu silencio», demuestra que, como dice Mora en su prólogo, la poesía de Teresa Gómez dice incluso en sus silencios, «silbando mis anhelos». En este apartado el secreto que Blanchot otorga a los amantes como base de su excepcional unión da paso a un silencio ambiguo. La esperanza y el desaliento se alternan por momentos y, mientras que en los dos primeros poemas el silencio «brilla entre las espigas» o se compara con «un barco/ desplegando sus velas/ allá en el horizonte», en los dos últimos se convierte en un silencio roto, vacío, como «mil agujeros», y la poesía se compara con el otoño, con las hojas caídas, con sus años perdidos.
Este silencio roto da paso al tercer movimiento que, como su título indica, otorga protagonismo a «La noche», depredadora y enemiga, que conduce a una soledad que «se cierra como un libro». Las imágenes insisten en la falta de comunicación de los amantes ―«tus palabras me queman en la boca», «tus labios no me tocan»― y la imagen cíclica del barco aventurero da paso a un barco pirata que «me aborda y me destruye», una clara alusión al amado como enemigo que la rompe por dentro. Su hostilidad se perfila cuando ella asegura: «tus palabras me hieren despiadadas» y el dormitorio, en lugar de albergar el erotismo de los amantes, se torna en lugar donde «se esfuman las últimas respuestas» y la amada se encierra en la noche. En esta desgarradora soledad la voz se aferra a la metapoesía y busca nuestra intimidad y consuelo, sobre todo en el último poema de la sección, marcado por los imperativos: «desconsoladme», «proponedme».
A pesar de la nota pesimista con que cierra «La noche», el último movimiento de este apartado enfatiza una vez más los anhelos y por eso se titula «Si…». El primer poema, del mismo título, es precisamente el más erótico y cierra con una imagen recurrente en todo el poemario: «Si me llovieras tú, si me llovieras…», esa lluvia que representa el deseo descontrolado. A mi entender, la clave del libro está en el siguiente poema, «Destino de nómada», que alude al amado cuando concluye con el verso «y te veo partir ligero». ¿Y si aprendiéramos a ser nómadas siguiendo el juego de voces de los distintos poemas? Si los sentimientos se aprenden, tal y como apuntaba «La otra sentimentalidad», ¿acaso todas esas voces no pueden aprender a disfrutar del viaje del amor y participar también de este destino nómada? Este poema marca de nuevo la distancia entre los amantes pues el amado no aprecia los pequeños/grandes detalles de la naturaleza: «y no miras crecer en los márgenes/ ni las adelfas ni los jaramagos,/ ni escuchas los grillos,/ ni ves brillar a las luciérnagas» ―esta referencia a las luciérnagas será clave para entender el baile final. En «Fuga» volvemos al motivo del viaje, una escapada romántica con tintes musicales. La mujer expone la vulnerabilidad del amado, que le hace sentirse más unida a él: «A ráfagas/ tus miedos/ tus heridas/ inflaron/ como un viento propicio,/ la vela de mis sueños». Aunque vuelven las promesas que «ardieron» e «incendiar[on] la noche como estrellas», el fuego de la pasión se extingue con el agua del naufragio y esas «rutas imposibles/ en un mapa inundado» y el ansiado viaje da paso a los inestables «castillos en la arena» donde «se refugió nuestro destino».
El siguiente poema, «Pero no te he querido», resuena con ironía, pues con la trayectoria presentada, no dudamos de un amor dolido, si bien vuelve a apuntarse la razón de este dolor, un amor romántico que no casa con la naturaleza nómada del amado, cuando la voz poética repite «para tenerte preso». Por eso, el poema «Plata en el horizonte» incide en la idea del naufragio: «Naufragan sueños en tus lágrimas» y abre una rendija para que veamos que el amado también tiene corazón: «Murmuran versos que te atormentan». En «La hiedra y la sombra» se aproxima el fin de juego pues «ha dejado de arder tu esperanza/ y la mía» y el poema que le sigue, «Círculo cromático», pone color a las promesas del amado y su efecto negativo: «O dijiste amarillo/ queriendo decir Dios,/ y por eso me niegas». «Cinco minutos nada menos», poema dedicado a Juan Carlos Rodríguez, cierra esta sección y el segundo movimiento y ofrece la clave de la evolución hacia un autoconocimiento emocional. Las mujeres de estos poemas también pueden ser nómadas y, para ello, se retoma el motivo del viaje. Al principio no se centra en el tren, sino en el anden vacío, tal vez para sugerir que ya no es parte del viaje anterior, sino de todo aquello que se queda, «despoblado de sueños y viajeros … En la estación desierta me lanzaba destellos el destino». ¿Tal vez el viaje inicial no era el destino y éste lanza destellos para emprender un nuevo periplo? El altavoz anuncia la próxima parada y la boca del amado se convierte en «el pozo donde serenamente/ arrojé la pasión y la locura». Ahora sí, desde la serenidad, se emprende el viaje hacia una nueva forma de amar.
Tras este largo segundo movimiento, el tercero es un corto descenso hacia el final titulado «Largo ma non tanto». Se trata de tres cortas incursiones de prosa poética que recogen el «dolor antiguo y dolorido» que afecta, no sólo a la mujer, sino también a él. De hecho, el protagonista de estas tres piezas parece ser más él que ella, una forma de indagar en su vulnerabilidad sugerida en poemas anteriores: «Pero no habías calculado en absoluto la posibilidad de ser el perdedor y ello te da un aire de muchacho asustado». La imagen de la arena retoma el castillo inestable que han construido en «una playa lejana sin conocer tu nombre, sin respuesta». La derrota de ambos es el mensaje final: tras ordenarle «no digas nada», le pide que se duerma junto a ella y este corto movimiento cierra con la alusión a «tus palabras extrañas vistiéndome de pronto, pero no entiendo nada sin tus dedos en ellas».
El cierre del poemario, «Finale presto», se compone de un solo poema titulado «El sueño de la luciérnaga (poética)», que nos devuelve a la autoconsciencia poética más allá de la odisea amorosa. Aludiendo a las luciérnagas, que sólo ve ella ―no el amado―, este conglomerado de voces ha logrado atravesar la «noche oscura del alma» y ahora brillan solas, triunfantes, bailando al ritmo de sus propios versos. Ellas deseaban continuamente la lluvia, como esa pasión descontrolada que empapa a los amantes. Puesto que el amado no logra proporcionarla, con la ayuda de la poesía estas voces «inventa[n]»la lluvia e invierten el impacto de los elementos naturales: anteriormente, el agua del naufragio apagó el fuego de la pasión; ahora ellas «incendia[n] con versos/ lo que apagó la escarcha» y su acción contrasta con «los sueños que van a la deriva». El cambio resulta patente: «Mas hoy que estoy cansada/ no te daré el refugio que buscas en mis líneas/ y hallarás la derrota recostada en mis senos,/ hastío en cada hora que alimenta el silencio/ de olvidos y abandono,/ un pequeño dolor habitando mi tiempo/ como un huésped incomodo». Esta nueva voz ha aprendido a ser tan nómada como él, a descubrir su fuerza, a recobrar su autoestima; en definitiva, ha aprendido a que en el amor debe existir una relación de igualdad entre sus miembros, no de posesión, y así cierra el poemario: «Y si vienes al fin/ no podrás guarecerte de la ira y la rabia/ que me asaltan/ en todos los caminos por donde intento huir,/ en todas las esquinas donde voy a girar/ en todos los lugares que debo abandonar». El paralelismo de estas líneas indica su espíritu nómada, un viaje que desemboca en la libertad y le otorga agencia emocional. Si los amantes vuelven a intentarlo, ellas saben cuál es su papel y no van a ceder ni un ápice.
Sin duda, esta luciérnaga enciende su luz en la noche y, con la poesía como aliada, baila con la muerte del primer poema haciendo gala de todas esas voces que han ido desfilando por el libro. Sus piruetas son sencillas y luminosas, sincronizadas con cada músculo de esa espalda que nos regala las notas del amor y de la vida.