El filo del alfabeto

Javier Gilabert: En los estantes

Javier Gilabert, En los estantes, Granada: Esdrújula, 2019. Prólogo de Antonio Praena, 72 págs.

Autor de la reseña: Gerardo Rodríguez Salas

Fuente: Analecta Malacitana 41: 341-343. ISSN: 1697-4239

La vida es una colección de pequeños instantes, evanescentes y pasajeros, revoltosos y vivos como el aleteo de una mariposa. Javier Gilabert nos abre las puertas de su segundo poemario, En los estantes (Esdrújula ediciones, 2019), para adentrarnos en la vibrante jaula de su corazón, sin ornamentos, sin falsos ropajes. Sus poemas son jilgueros que escapan de la jaula, vuelan alto durante unos segundos y regresan a la espera de que les abramos la puerta de nuevo. El poeta los guarda a buen recaudo en unos estantes que construyen su geografía emocional. En su prólogo al libro, Antonio Praena aclara que esos estantes ‘somos nosotros, porque en nosotros vive la letra de los libros’ y alaba la capacidad de este poemario para enfrentarse al hombre líquido de Zygmunt Bauman, a una sociedad líquida posmoderna que se nos escapa de las manos. Por eso, en los estantes que nos trae su autor, los libros, inseparables de la vida, de las tradiciones pasadas y futuras, se organizan en baldas que, como dice Praena, ‘apuntalan el vacío’ y sientan las bases de una ‘persona articulada y unida’ frente al sujeto líquido. De este modo, el poema introductorio, ‘La estantería’, funde los libros con la naturaleza humana, a modo de sinécdoques corporales que dejan claro que nuestras vivencias y nuestra escritura son inseparables.

Pero frente a los estantes, que sugieren libros estáticos y primorosamente ordenados, la primera parte del poemario, ‘Mudanza’, invita al abandono del hogar o, mejor dicho, la construcción de uno nuevo, la nueva familia que se adivina en los siguientes apartados. Pero para llegar a ese lugar, el poeta debe primero encontrarse a sí mismo, afianzar los sólidos cimientos de su morada. Los poemas de esta sección ofrecen una imaginería espacial con ecos de La poética del espacio de Gastón Bachelard. La casa representa nuestro mundo interior, habitada de sueños, y así lo explora Gilabert, pero desafiando las expectativas de refugio. ‘Mudanza’ y ‘Compañera de piso’ representan la identidad nómada posmoderna: debemos abandonar las cargas emocionales y superfluas para llevarnos al nuevo hogar (si es que lo encontramos) sólo lo preciso: el amor. La presencia de la amada empieza a hacerse acogedora y, a pesar de habitar un piso alquilado, una identidad prestada, ella contribuye a hacer de este lugar de tránsito un hogar estable. La diatriba que sugería Praena en su prólogo cobra fuerza en este apartado: frente a la sociedad y amor líquidos, Gilabert intenta ofrecernos la solidez de un nuevo espacio de mudanza, a pesar de que asoma entre los versos la vulnerabilidad del poeta que se sabe mosca entre la oscuridad de unas paredes ajenas. Por eso el resultado no es el hogar de Ítaca, al que Odiseo parece no volver y, en su lugar, como nos cuenta Gilabert en ‘El poeta’, encontramos a una anciana Penélope tejiendo una tela de araña.

En la segunda sección, ‘La estantería’, la mudanza parece dar paso a un hogar que se forma gracias a un amor robusto. El resultado son los estantes donde, en palabras de Praena, ‘paternidad y filiación confluyen’ para pergeñar ‘una nueva apuesta por la vida en tiempos de convulsión, postverdad’. En estos poemas se explora una nueva paternidad alejada del patriarca insensible y dictatorial y se muestra la aventura de ser un padre comprometido, participante activo de las tareas domésticas y la ética del cuidado. Estos versos exploran la relación con su hijo y con su hija. Con el primero reinventa el pacto entre varones. Más que presentar a un niño que forja una identidad uniforme y racional en relación al padre, ambos se reflejan en una identidad conjunta: ‘Me veo en ti, hijo mío’; ‘Te veo en mi, hijo mío’. En lugar de un lenguaje objetivo, neutral y racional, a través de su hijo la voz poética crea un lenguaje de emociones, basado en la experiencia corporal de la paternidad, por lo que el vástago se convierte en su ‘primer verso/el más cierto de todos’. Asimismo, la sonrisa de su hija despierta el miedo de un hombre vulnerable, una masculinidad reinventada desde otra visión de la paternidad.

En el resto de poemas de la sección profundiza en el amor de su amada con imágenes topográficas como la comparación de su cuerpo con un mapa. Sin embargo, el poema ‘Desahucio’ rompe la sensación de placidez, la casa se desmorona y se sugiere una brecha emocional. La voz poética se convierte entonces en la serpiente enroscada en las piernas de su amada, fundida con la fatalidad atribuida a la mítica Eva. De la unión de ambos surge la imagen del visionario Tiresias, el poder del amor y de la comunicación, el Santo Grial que podría salvar a la pareja de la sensación de desarraigo vital. El poema que cierra esta sección, ‘Mirador’, insiste en el vínculo que une al poeta con sus hijos y que le da sentido a su existencia. Una vez más, la solidez de los estantes se antoja reparadora.

En el último apartado, titulado ‘Libros’, los estantes adquieren vida con estos pájaros que cantan en las ramas de los árboles. Aunque empieza con el pesimismo de la llegada del invierno, el olor a tierra mojada anticipa la lluvia que calma la sed y unas botitas de goma que logran cruzar el charco. Las resonancias metafóricas con la familia que Gilabert nos ha presentado en el poemario son ineludibles. El libro, que sin duda ocupará uno de los estantes, se cierra con un extraordinario y polifónico poema que, paradójicamente y a pesar de titularse ‘Capítulo final’, hace un recorrido por las geografías emocionales exploradas en el poemario sin ofrecer un claro desenlace, pues los y las lectoras deberemos desentrañar la carga existencial de estos versos y, por ende, de todo el volumen.

Los instantes de Gilabert son vaporosos, pero no por ello intranscendentes, pues se ubican en un contexto histórico muy concreto que los lectores y lectoras del siglo XXI recibimos con inmediatez, instantes actuales pero también atemporales. Como nos confiesa en el poema ‘El instante’: ‘La vida es ese instante/con máscara de días/en el que solo cabe una existencia’. Una existencia como la de la voz poética, que concluye su periplo asimilando su vida a un instante.

El viaje de Gilabert no es un viaje a la trivialidad; es un viaje a la cotidianeidad con un regusto a finitud.

GERARDO RODRÍGUEZ SALAS

Universidad de Granada

gerardor@ugr.es

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