
El cielo se bebió de un sorbo el vino tinto de la Sabika. El ocaso se quebró como las ascuas de una chimenea. Mientras los dedos danzaban por las teclas del oboe, sus zapatos agujereados colgaban sobre el río, alejados del muro de piedra en el que estaba sentada. Quenco movía la cabeza al ritmo de «Granada» y, acurrucado junto a su dueña, miraba indolente al corrillo de turistas. Con aire majestuoso, la Torre de Comares alzó la cabeza entre árboles oscuros y, de sus enaguas, asomó el Hotel Reúma que, modesto y desconchado, dibujó una casa de muñecas en su fachada. Los recuerdos resbalaron por la bóveda escamada y la maletita de sueños resonó con voces del pasado.